enero 9, 2016

Un pequeño punto de luz, eso es en lo que se convierte uno en la noche. Casi sin intentarlo, te mueves con rapidez, como si tuvieses que estar en otro sitio, en ese mismo instante. No habíamos acordado ninguna cita pero, en nuestro caso, era cierto.
Recuerdo tu figura bajando apresuradamente las escaleras que descendían hasta la salida a la calle de mi angosto apartamento. Te recuerdo alzando los brazos al aire en ese gesto de pura felicidad que a mí tanto me gusta. Diste una vuelta y soltaste una carcajada bajo la adoración de mi mirada, de la cual todavía no eras consciente.
A aquellos que dicen que la noche es oscura, de color negro, no me queda otro remedio que corregirles: porque yo con este momento asocio el color dorado que de verdad le define. El dorado que desprenden las farolas sobre los viandantes nocturnos, como una lluvia constante de oro. El simple hecho de poder ver, casi palpar la luz como puedes hacerlo de noche merece ser reconocido, en vez de por su ausencia en ciertos momentos y lugares.
Y así era como te veía a ti en aquel instante. Como un punto de luz dorada, la misma que definía los contornos de tu pelo, tu nuca y tu chaqueta vaquera. Eras la luz que iluminaba mis noches, la lámpara que me permitía ir al baño en mitad de un sueño.
Ahora sólo doy tumbos en la oscuridad, me choco contra paredes que antes podía ver. Es en la noche, cuando muchos dicen que no se alcanza a vislumbrar nada, cuando más veo la falta que me hace tu luz.

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